domingo, 24 de junio de 2012

Animales (4)


LA BRUJA

soy el profesor de ciencias Sandalio Monteamargo Negrete, al que algunos de ustedes ya conocen, y hoy me trae aquí una misión distinta a la de impartir la asignatura, no por ello con intención menos científica. –Dijo dando por iniciada la conferencia tras desprenderse del abrigo de color verde lagarto, que dejó sobre el asiento, y extendiendo un libro sobre la mesa del estrado, con decenas de lengüetas de papel que separaban las páginas con subrayados, enunciados, apostillas o aforismos de interés para la ocasión, que leería más adelante.

 Había parecido imprescindible, al director espiritual del internado, que la formación moral de los alumnos en las últimas sesiones de los Ejercicios Espirituales del curso, la potenciara un profesor de ciencias en lo que respecta a la espinosa y peliaguda cuestión de la relación del hombre con el sexo, y  para ello nadie mejor que la prudente y medida contundencia del profesor de naturales, Sandalio, un cuarentón avanzado y de rostro severo, alto, conquense de origen, apóstol propagador y cruzado del conocimiento, con tan gran capacidad de comunicación y verbo, que merecía carta blanca para transmitir de viva voz, juicios y experiencias en materia tan delicada.

– Si alguien espera de mí una lección de moral al uso, se equivoca, –prosiguió el profesor– de manera que pueden ir archivando monsergas, que amenazan condenar al lujurioso con la perdición del alma, y penas de Infierno. Yo les hablaré de la antesala de ese abismo, de los castigos que padecerán en este mundo, pues si bien es cierto que “Dios ha puesto a nuestro alcance gratuitos, magníficos y simples goces, para impedir su disfrute a destiempo, la naturaleza nos mortifica con las consecuencias más dolorosas y sanguinarias: el Infierno en la Tierra”, –dijo mirando al libro de soslayo–. Lo sé, porque libros como éste, en la materia que hoy abordamos, lo enseñan y demuestran científicamente.

El profesor levantó la mano derecha exhibiendo el ejemplar, y moviéndolo con el brazo adelantado, haciendo un barrido de uno a otro lado, posibilitó la lectura de su título a todos los alumnos sentados en los asientos de la sala de conferencias. Se trataba de “Onanismo o el espantoso pecado de la autopolución”, escrito por un autor inglés de nombre Bekkers, médico de profesión, religión protestante, moralismo integrista, y editado en el año1710: una terrible y categórica advertencia que daba fe de las consecuencias provocadas por la masturbación masculina. El título estampado en letras bien visibles sobre la portada, unido a las últimas frases, hicieron temblar inconscientemente, tanto a los cercanos, como a los alumnos más alejados del estrado.

Les hablo desde la experiencia, la decencia y el sentido común. A los argumentos metafísicos y teológicos que en los Ejercicios Espirituales habrán escuchado, yo quiero añadir evidencias razonadas: el cúmulo objetivo e indiscutible de conocimientos de que nos provee la medicina. En la masturbación tienen el origen las mayores calamidades que un joven puede padecer. Entre ellas, no quiero privarme de citar las más importantes que descubriera el doctor e investigador Bekkers: “…trastornos estomacales y digestivos, inapetencia o hambre canina, vómitos, náuseas, debilitamiento de los órganos respiratorios, ronquera, impotencia y falta de libido, sensaciones dolorosas en la espalda, trastornos visuales y auditivos, mengua de las fuerzas físicas, palidez, delgadez, pústulas en el rostro, aminoramiento de las fuerzas síquicas y de la memoria, ataques de rabia, sabañones en los pies, idiotez, epilepsia, rigidez, fiebre y caída en la tristeza que puede llegar a inspirar el suicidio...” ¡La perspectiva no es posible imaginarla más espeluznante!

El profesor Sandalio cerró el libro e hizo una pausa; un entreacto calculado para estudiar la reacción de los alumnos, apreciada en la expectación absoluta reinante en la sala, donde se hubiera oído escandalosamente la respiración de una mosca. A la generalizada mudez que provocara su introito, reaccionó quitándose las gafas de concha, que limpió insistente y lentamente con un pañuelo, oteando desde sus dos metros de alzado los trescientos sesenta grados del entorno, antes de aplicárselas sobre la nariz para proseguir  el discurso reentrando en el tema sin preámbulos y  a degüello.

No crean en esa peregrina y extravagante idea que corre de boca en boca, e ignora la conveniencia saludable de guardar a cualquier precio la castidad: “Órgano que no se ejercita se atrofia…” es una aseveración falsa. Yo afirmo lo contrario, ¡los espermatozoides que se reservan son como los buenos vinos, ganan en calidad! Cierto es que el número de espermatozoides que produce el organismo humano en una vida, es muy alto, extraordinariamente alto, pero limitado o finito. Y cuanto antes comienza a consumirse esa energía, antes se agota. Es como si alguien dispusiera de recursos económicos para consumir tres panes a lo largo de una semana, y se los comiera el lunes.

Pese a la improvisación del hilo argumental, la respuesta de algunos sí, dispersos, con tibieza y a modo de rumor, dieron pie al profesor Monteamargo, que negaba amenazar pero amenazaba, para continuar alimentando el incendio con más carbón:
  El argumento a favor de este control de capital energético es simple y de carácter economicista. No hay más que dos alternativas a seguir, la de la Cigarra, o la de la Hormiga. ¡Dilapidar espermatozoides sin miramiento, o ahorrarlos avariciosamente! En sus manos está la decisión trascendente, que consiste en malgastar como las primeras, o reservar como las segundas, energías que precisarán mañana ––profirió inalterable, empujando las palabras con el cuerpo entero.

En aquel momento, algunos sofocados susurros comenzaron a recorrer el espacio de boca a oído, y el profesor interrumpió la arenga dirigiéndose a los alumnos, sin personalizar, y esbozando una sonrisa oblicua y atravesada.

Sí, digan…, pueden interrumpirme… no pasa nada, díganme…
Bueno, –alegó un estudiante– quería decir que el padre Félix nos dio una charla el martes pasado, y puso como ejemplo sobresaliente al que llamó rey de la selva: El Elefante, una bestia de larga vida que se aparea una vez cada dos años…, o cada tres.
Sí, en efecto improvisó el profesor con fingida naturalidad e inteligente oportunismo: El Elefante es un modelo paradigmático en economía de recursos sexuales, ha sido invariablemente el prototipo de la Iglesia por su austera y espartana autodisciplina, pero soy un científico, me rijo por patrones distintos; al fin y al cabo debemos a la ciencia el descubrimiento en laboratorio, y fehacientemente, de que la masturbación produce: “el reblandecimiento de la columna vertebral, la sequedad del cerebro y la producción de ruidos en el interior del cráneo, en un proceso, finalmente, letal”. En pocas palabras, la demostración empírica de la capacidad del placer solitario, para desintegrar o fulminar la anatomía humana. En último término, los científicos convergemos con las normas morales a las que mansamente debemos plegarnos.

Llovía sobre mojado, la originalidad era escasa, pero la exposición efectiva; para acosar al deplorable vicio de la masturbación, en la generación de los años 60, había ya dos mecanismos útiles: si la proposición moral no tenía la fuerza suficiente para doblegar la voluntad pecadora, tal vez la venganza que se tomaba la naturaleza por su cuenta y riesgo, despertara una conciencia puritana y represiva suficiente. Y para cumplir el objetivo, se valían también en el internado de dos soluciones paliativas: una dietética, la dosis diaria de bromuro per cápita y sin tiento, distribuida y mezclada con los alimentos en almuerzo o cena; la otra fundamentada en la razón administrativa  y contable de los espermatozoides.

Después, el profesor Monteamargo cambió de tercio, y habló de las enfermedades de transmisión sexual como espantosa antesala de la muerte, aportando una galería de imágenes fotográficas delatoras de la destrucción física del libertino reducido a escombros. Rostros deformes, amoratados y agujereados, purulentos y sangrantes, o narices carcomidas, labios infectos, ojos hundidos y rijosos, sexos llagados y repugnantes, le permitieron rematar aseverando que, “los organismos vitales del cuerpo humano, en un proceso calculado diabólicamente, son atacados por las enfermedades venéreas, sistemática e implacablemente, hasta su total e inmisericorde podredumbre”.

Conforme la clase avanzaba, como tomada al asalto a sangre y fuego por los cuatro jinetes del Apocalipsis, cundía el pánico en el aula, y encogían los cuerpos de los alumnos, quienes con la conciencia de ser campo de batalla de la concupiscencia, saldrían de aquel lugar espantados, arrepentidos, lívidos y pesimistas, reprochando a la creación no haberles asignado el papel de asexuados engendros, o aberraciones sin instintos, antes que despreciables humanos con debilidades.

Finalizada la conferencia, el profesor tomó el pasillo a grandes zancadas, y bajó los escalones de tres en tres hasta la planta baja, mientras miraba el reloj intermitentemente, sin demasiada confianza en que el tiempo encajara con sus compromisos. Salió del colegio, atravesó la plaza, y a punto estuvo de atropellarle una Vespa. Tomó la primera a la derecha, y dos calles más allá junto a la Fuente de Venus, y al volante de un flamante SEAT 600, le esperaba su amante a la que, antes de introducirse en el vehículo saludó sonriendo como un niño, y con un beso en la mejilla.

Cariño, llegas un poco antes de lo que esperaba, por una vez eres puntual.

Bueno, es que hoy he dado una clase atípica… no me ha sido complicado cumplir siendo breve… te aseguro que esos, no se la tocan, en un par de años, y… ¡no me olvidarán en el resto de sus vidas!

¡No me lo digas!… lo adivino, les has hablado de sexualidad.

En efecto. Debemos insistir, y formar una juventud de entereza moral a toda prueba. Modélica. No podemos consentir que aprendan de los malos ejemplos de la calle, que se combaten con métodos pedagógicos. El cine, la música moderna, el turismo y las influencias europeas en general, alteran y relajan negativamente, costumbres y tradiciones de nuestro país. Las autoridades son demasiado permisivas con la prostitución; los censores, con la radio, la televisión, o las publicaciones en papel; se habla de la liberación de la mujer y la píldora anticonceptiva… las españolas quieren adoptar la moda de la minifalda, importada de Inglaterra y que se ve en Torremolinos: ¡ese antro de perdición!… ¿Hasta dónde vamos a llegar a este paso, de no hacer distinguir a los jóvenes entre la libertad y el libertinaje? ¿Hasta dónde?

Por cierto, Sandalio, le interrumpió ella poniéndole el índice de la mano derecha, tiernamente, sobre los labios a partir de hoy debemos de fijar la cita en otro lugar, éste ya no resulta suficientemente discreto. Tengo la impresión de que no es casual, he visto pasar muy cerca y hecha una furia, a la bruja.

¿Qué bruja? –preguntó Sandalio Monteamargo Negrete palideciendo, sacudido y sobresaltado por la sorpresa,  mirando conmovido y preocupado en derredor.

¡Tu esposa! ¿Qué otra bruja conocemos, que poniendo precio a nuestras cabezas, ande a su caza y captura?


domingo, 27 de mayo de 2012

Animales (3)

SOIS ÁGUILAS CARROÑERAS




     –En resumen, colegas, –expuso Darío con la voz nasal que le caracterizaba– presumo estar en lo cierto. Controlo a media docena de clientes que frecuentan el puticlub, y bastante información suministrada desde el interior; son tipos económicamente bien dotados. Y como hemos debatido suficientemente, dejadme que os lo diga,  lo más ventajoso es dar el golpe un viernes. Quiero decir, mañana, no merece la pena demorar la fecha, cuanto antes mejor… ¿vale?
     –¿No convendría otro día de la semana? –preguntó Chema.
     –De ningún modo. Trabajo en la gasolinera los viernes, sábados y domingos por la noche, y de los tres, el primero es el de mayor afluencia. De entre los seis pájaros fichados, no menos de dos pueden contabilizarse cada viernes; los sábados y domingos la probabilidad es descendente… pura cuestión  estadística.

     A la proposición de Darío, los amigos Chema y Luis Bravo respondieron frotándose las manos. Desde algunos meses atrás venían planeando un golpe modesto, sin pretensiones de sacar grandes beneficios, pero “útil para probar fortuna en el arte de la expropiación forzosa”, le gustaba  decir a Chema.

     –De manera, –intervino Bravo– que debemos de traer la herramienta de que hemos hablado en otras ocasiones. Yo, la pistola… ¡ya sabéis!... el viejo va a resultar providencial, ha de servirnos de algo que yo sea hijo de militar de carrera. A ti, Chema, te corresponde aportar un par de barras de hierro; creo que esos individuos, no representarán ningún problema si disponemos de elementos de ataque contundentes.
     –¿Y tú? –preguntó Chema a Darío, cerebro de la operación.
     –No necesito nada, –respondió– pueden reconocerme porque algunas veces los he atendido en la gasolinera, la misión mía es controlar su salida desde mi puesto de trabajo, y llamaros por el móvil para que actuéis en el semáforo. Además me he ocupado de manipularlo; ocultos tras la cabina telefónica, en un instante lo pondréis en rojo para los automovilistas, y con un solo dedo. Con vuestra acción y las llaves de judo, como la pistola y las barras, nos sobran armas de combate para dejarlos sin dinero y sin coche.
     Al día siguiente, viernes, Bravo se enfrentaba al mayor problema. En tanto Chema recogiera de la furgoneta del mayor de sus hermanos, los tubos que éste empleaba en trabajos profesionales de fontanería, Bravo necesitaba tiempo y paciencia para hacerse con la pistola de su padre, guardada en alguna parte. Y esperaba una oportunidad suponiendo que debería encontrarse en el dormitorio principal, al que se accedía a través del salón, lugar casi siempre ocupado por alguno de sus padres.  A las nueve de la noche, el padre anunció que debía de marcharse al  cuartel por razones ineludibles, y dirigiéndose a su esposa abundó en lo que venía anunciando horas antes:

     –No os alarméis. Esta noche podríais escuchar el paso de coches de bomberos, u otros vehículos de los servicios públicos… o quizá circulen por la Avenida Calatrava… no lo sé. Haremos zafarrancho de combate en el cuartel… una simulación de atentado terrorista que comenzará entre las dos, y las seis de la madrugada, poniendo en marcha a mil hombres en colaboración con las unidades de socorro civil.
     –¿Siendo el coronel, desconoces la hora exacta? –preguntó la esposa.
     –El detalle de los ensayos de emergencias, lo decide la Plana Mayor un rato antes. Lo acordaremos en un par de horas… Luis, hoy tienes la oportunidad de ver algo interesante en el  cuartel,  yo en tu lugar no me lo perdería, ¡vamos, acompáñame!
     –No papá, no ha podido ser en peor momento, ¡lástima! Celebramos la fiesta fin de curso –mintió con habilidad y desparpajo.
     –¡Siempre que no andes por ahí haraganeando! –Refunfuñó el padre, y dirigiéndose a su esposa continuó–: ¡Proteges demasiado a Luis!… Si dejaras en mis manos a este holgazán…
     –¿Qué?... –preguntó ella.
     –Lo metería en el ejército, allí haríamos de él un verdadero hombre.

     De la conversación entre los viejos, Bravo sacaba importantes ventajas. La primera, que en breve y con la ausencia de su padre podía buscar el arma con tranquilidad; la segunda, que disponía de toda la noche para devolverla a su lugar sin que fuera advertida su falta.
Apenas abandonara el padre de Bravo el hogar, el muchacho pidió a su madre que le planchara la camisa estampada de flores, a fin de que se alejara del dormitorio principal. Y cumplido el objetivo, se introdujo en él, donde resultó sencillo encontrar la pistola en la mesita de noche: una pequeña FIE, titán calibre 25, de seis cartuchos y de fabricación italiana, que ocultó en la decorativa maceta de cerámica china del recibidor. Esperó después  un tiempo para ponerse la camisa recién planchada o cenar frugalmente, y dio un beso a su madre antes de salir a la calle con el arma en un bolsillo del pantalón, para tomar un autobús, que lo dejó a menos de un kilómetro de la gasolinera en la que  esperaba Darío, cerebro y alma de la operación, junto a Chema, su mano izquierda.

     –Bien, troncos, –dijo Darío con cara de satisfacción– tenemos dentro del antro a tres presuntos, y han dejado los bugas en el parking bajo el edificio. En mi opinión no es conveniente dar el palo al primero que salga, sino al último. Y cuanto más cercano a la madrugada lo haga, mejor, esta carretera se desertiza al avanzar la noche. ¡Ni Dios verá el golpe!
     –¡Perfecto! –corearon al unísono Bravo y Chema palpándose los bolsillos donde portaban las herramientas de trabajo.
     – Atacaremos por tierra, mar y aire –añadió Chema, teatralizando el anuncio y haciendo el indio.
     –Perfecto sí, –advirtió el cerebro– pero la acción requiere disciplina. No penséis abandonar el entorno, ni perdáis de vista la cabina del teléfono, ni hagáis una sola llamada. Y probad que, el interruptor del semáforo lo pone en rojo a voluntad, no quiero fallos, os mantendré informados llamando al móvil de cualquiera de los dos.
     –Tranquilo Darío, aprovecharemos bien la oportunidad. ¿O, no confías en nosotros? –preguntó Bravo.
     –Confío, pero necesito saber que habéis asimilado las lecciones que recibisteis de mí, ayer mismo, sobre el Águila carroñera. Nada escapa a sus garras de una cuarta de envergadura, y goza de la vista excelente de la que carecéis;  coincidente con el espacio que hay desde la esquina al semáforo, acecha a las presas al menos desde trescientos metros de altura, y no se vale de pistolas, artilugios, ni nada. ¡Vamos, que tenga que poneros el ejemplo de un animal! Hoy comprobaremos si los dos juntos, sois tan capaces como un águila solitaria, o no.

     Entretuvieron la espera durante horas, provistos de un par de litros de kalimocho por cabeza, alternando paseos, sentadas, y estudios del  plan a llevar a cabo, sin poner en duda la conveniencia de respetar la secuencia prevista del abordaje al automóvil. Cercano a la cabina telefónica y unos pocos metros delante del punto en que pararía el coche, habían dispuesto un carro sustraído en una gran superficie comercial, lleno de trapos y cartones rociados de gasolina listos para arder. Y a las tres de la madrugada recibían la llamada de Darío informando de la salida de la primera de las posibles víctimas a la que vieron pasar, memorizando el plan trazado para cuando hubiera de aplicarse. Dos horas después, abandonaba el prostíbulo la tercera y designada al asalto.

     –Atención, colegas, –avisó Darío– el pollo sale del garito bebiéndose un cubata, ¡poned todo a punto! Lleva un pito en la boca, y sobrepuestos en el careto, el bigote de Charlot y la picota de Pinocho. La chavala que le acompaña, a la que va metiendo mano, es  una veinteañera de buen ver, una negrita que cubre los hombros con un chal azul cielo… es una prostituta fina, y diría que va jarreada… Atención de nuevo… ¡Atención!.. El buga abandona el parking, y el conductor se ha calado hasta las orejas el gorrito de la furcia… trescientos metros más y, ¡está en vuestros dominios!.. No olvidéis la condición de que sois aves temibles: águilas carroñeras… cuelgo el canuto porque debo servir gasofa a un cliente.

     Pocos segundos después, la pareja iniciaba la operación pulsado el interruptor oculto del semáforo, que enrojeció, y el automóvil frenó al borde de la línea anterior del paso de peatones. En tanto Chema lanzaba el carro sobre el asfalto y un cigarrillo en el interior, incendiándolo, Bravo rompía los faros delanteros  con dos certeros golpes. En décimas de segundo, ambos se lanzaban tubo en mano sobre las ventanillas de las puertas delanteras, destrozándolas. La prostituta negra, sentada en el asiento del acompañante del conductor, chillaba aterrorizada, mientras Chema la arrancaba el bolso que descansaba sobre su regazo, y Bravo tomaba la pistola del bolsillo derecho del pantalón, encañonando al conductor del vehículo amenazándole verbalmente, y aprestándose a meter su mano izquierda por la ventanilla para atraparle por el cuello.

     –¡Vamos, hijo de la gran puta, dame la cartera, el dinero, las tarjetas de crédito, el reloj y todo lo que tengas de valor, o te pego dos tiros!… ¡Que no tenga que repetirlo dos veces!... ¡Muévete cabrón que me falta paciencia... y sal de ahí… nos llevamos el coche!... ¡He dicho que salgas! –le gritó apoyando el cañón de la pistola en el pecho.
     –¡Luis!... ¡Luis! –gritó el conductor agredido, visiblemente confuso y alucinado– ¿¡No me conoces!?... ¡¡¡Soy tu padre!!!
     Atónito Luis Bravo, abrió los ojos desmesuradamente. Humillado tras la máscara, el coronel Luis Bravo Trashorras del ejército de tierra: su padre.

miércoles, 25 de abril de 2012

Animales (2)

¿RACIONAL O IRRACIONAL?

    El caballo, astuto como él sólo, se lo hizo pasar muy mal a Rodrigo el día que su abuelo se detuvo a comprar tabaco en el estanco, mientras él, a lomos del penco, lo enfilaba en dirección a un vivero llamado el cuarterón, un poco más allá del primer cruce de caminos a la salida del pueblo, y a la izquierda. El abuelo le había hecho saber que el animal le conduciría con acierto, dejándole hacer.


–¡Rodrigo, al paso, llévalo al paso, nada de trotes ni carreras! –ordenó–. Te llevará hasta el fondo del criadero, y allí lo sueltas… él solo irá a beber.


    Se trataba de una finca desconocida para Rodrigo, pues en las visitas que repitiera al pueblo, el abuelo acostumbraba llevarle a la huerta, donde le adiestraba en el método más sencillo para calcular la hora, mediante una apreciación exacta de la longitud y orientación de la sombra de un poste de la luz, o el cultivo de productos de la tierra, además de enseñarle el sistema de riego tradicional desde la alberca, las madrigueras de los conejos, los rincones donde los lagartos se amontonaban para tomar el sol, e incluso la predicción del tiempo. Y por las noches, cuando la bóveda celeste era un manto de luces sobrecogedor e infinito, el abuelo le enseñaba desde el mismo lugar, a orientarse, y distinguir numerosas constelaciones y algunos planetas, o la Estrella Polar, porque en su juventud, había pasado algunos años en la marina, a bordo de la histórica corbeta Tornado.

    Las distancias en el pueblo no eran como las de Zaragoza, donde residía Rodrigo; en poco más de cinco minutos llegó al cruce de caminos, y ante su asombro, el caballo giró en sentido contrario al itinerario previsto: a la derecha. Estimulado por la seguridad que le transmitiera el abuelo, Rodrigo tiró de las riendas para corregir la dirección elegida por el animal, al que llamó por su nombre:

–¡A la izquierda, Judas!… ¡Vamos Judas, a la izquierda!
    No consiguió el objetivo en el primer intento, tampoco en el segundo pudo vencer la resistencia de Judas, y mucho menos en el tercero. Todavía en la idea equívoca de ser él quien mandaba, y seguro de sí, bajó de la grupa de un salto atlético y limpio, lo cogió por la brida, e intentó una y otra vez reconducir a la bestia hacía el camino de la izquierda. Pero, inútilmente, más testarudo que él, Judas decidía otra opción: tomar el camino a la derecha, o no moverse del cruce. Impotente, desesperado y nervioso, habiendo agotado recriminaciones, exhortos y juramentos, decidió reubicar al caballo atacando por la culata. Se agarró a la cola,  e instigando al animal en el infructífero intento de girar su orientación ciento ochenta grados, tiró con energía a uno y otro lado, lo que devino en error de principiante que el lector ya habrá advertido. La contundente y soberbia coz, acertada en el abdomen, y ligeramente por debajo del diafragma, lanzó a Rodrigo en una parábola perfecta, seis u ocho metros más allá del camino, yendo a caer sobre una acequia de agua tan fría como debe esperarse en los últimos días de un crudo mes de diciembre.

    Cuando Rodrigo se levantó embarrado hasta los ojos, viendo estrellitas de mil colores e intensidades, palpándose el cuerpo y reconociéndose entero, aunque todavía sin resuello, decidió abandonar la empresa, y ató al animal a un árbol, sentándose sobre una piedra. Persuadido de la imposibilidad de sacar al caballo del cruce de caminos, y afligido, decepcionado, entumecido y con sensación de vértigo, lamentaba la adversidad de su destino, y evitaba -porque los hombres no lloran- las lágrimas que amenazaban deslizarse por las ateridas y enrojecidas mejillas.

    Después de una breve aunque ansiosa espera, le consoló la llegada del viejo.

    Rodrigo, que apenas podía contener la emoción, contó atropelladamente el incidente sufrido, y el abuelo rápido en la intervención, deshizo el nudo de las riendas, se quitó la chaqueta, y poniéndola sobre la cabeza del cuadrúpedo tapándole los ojos, le condujo sin resistencia por el camino del vivero. Ya en marcha y a continuación, hizo poner a Rodrigo la prenda, para aliviarle la friolera, y le explicó:

–La semana pasada llevamos a Judas en dirección contraria, para aparearlo con una yegua, y ha querido volver  allí porque se ha enamorado. Sin duda a todos los animales mueven inclinaciones primarias que determinan el camino a seguir: hoy el amor, mañana otras imperiosas carestías o insinuantes deseos. Siempre dependemos de algo o de alguien, en ello consiste la esclavitud de las pasiones, o la servidumbre a las necesidades más elementales... No sé si me comprendes…

–Creo que sí, abuelo, pero me lo pintas oscuro.

–¡Tal como es! Si no necesitamos de la naturaleza, necesitamos de los hombres… nunca estamos completos, y tanta dependencia nos hace sufrir. E incluso sufrimos por las necesidades ajenas. Es un mal negocio esto de ser sensibles… a eso y solamente a eso, se reducen con frecuencia imaginarios enigmas indescifrables del alma humana –añadió con medido laconismo.

    Rodrigo, asintió entendiendo a medias las palabras del abuelo, y encontró la oportunidad de hacer valer lo meritoriamente aprendido en el Instituto, resarciéndose de la derrota ante Judas. Y demostrando aplicación diligente y sobresaliente como alumno de bachillerato, entró al trapo retomando la primera parte del discurso del abuelo, en el que vio un resquicio por donde penetrar.

–Abuelo, en las inclinaciones que dices nos diferenciamos los hombres de los animales irracionales, nosotros usamos la cabeza.

–¿Acaso los caballos usan las pezuñas para ese fin? ¿Tú crees que Judas tomaba el camino de la derecha porque no tiene cabeza? ¡Qué va! Cuando digo todos los animales, quiero decir: ¡todos los animales, sin excepción! –replicó enérgico  sin vacilar, y concluyó dejando anonadado a Rodrigo–: ¡No creo que haya animales irracionales!

–Abuelo, los animales no son inteligentes –objetó Rodrigo.

–¡Si hacen lo que tienen que hacer, no veo por qué! No son inteligentes para algunas cosas, para otras sí… ¡cómo los hombres! Por ejemplo, el pájaro sabe volar, pero no puede hacer calceta como tu abuela, porque no tiene manos. Incluso hay hombres más inteligentes, y hombres menos inteligentes: ¡cómo los animales!

–¿Te lo enseñaron así en la escuela del pueblo, abuelo? 
–preguntó boquiabierto Rodrigo,  con ingenuidad y sin atisbo de insolencia.

–Es que pasé por allí muy poco tiempo, lo justo para aprender las cuatro reglas, a leer y escribir. El maestro no tuvo oportunidades de inculcarme lo que puede aprenderse mejor observando la naturaleza, y la racionalidad de todo lo vivo. Y si nos hubiera dicho a los muchachos de Alcaporra del Obispo, que los animales no son cuerdos… ni lo hubiéramos creído –concluyó el abuelo, esbozando la sonrisa del gato que ha espantado al perro.
    En aquel momento la suerte vino a auxiliarlos, un acontecimiento insignificante zanjaba la cuestión. El pastor, cuidador del rebaño que campeaba a unos centenares de metros, metiéndose dos dedos de la mano derecha en la boca, sacó de ella un silbido limpio y potente que puso al perro en alerta; al segundo silbido iniciaba a la carrera una curva cerraba y envolvente, a la búsqueda de las ovejas dispersas del rebaño. La sola advertencia del animal, al que los rumiantes percibían por los ladridos,  impulsaba a éstos a moverse con rapidez integrándose en la manada.

    El abuelo, que llevaba el caballo de las riendas y caminaba  junto a Rodrigo, de pronto se detuvo, y poniéndole la mano sobre el hombro le sugirió observar.

–¡Atención… Rodrigo, mira!

    Hasta el momento el muchacho no había perdido de vista al perro, ni la acción del reagrupamiento del ganado, pero la invitación del abuelo extremó su vigilancia.
A mitad de su carrera, el perro de carea encontró a una oveja junto a un neonato, minúsculo y lento corderillo, remisa a unirse a la mayoría; la madre protegía al pequeño acomodándose a su lentitud. El Pastor Belga Tervuerense de color marrón carbonado, resuelto a atacar, aceleró en dirección a la pareja decidido a ordenar su integración en el rebaño; la oveja, indisciplinada, giró sobre sus patas traseras,  encaró al sabueso en actitud desafiante,  y ambos cara a cara, se miraron de igual a igual. El enfrentamiento parecía irremediable, pero el perro dudó entre dos alternativas: el deber de aglutinar a la manada, o la obligación moral de respetar a la madre y su cría. Y predominante el sentimiento de compasión, removida su conciencia canina, decidió la segunda, hacer una excepción, y continuar con la misión encomendada de concentrar al resto de lanares.
Aquellos pocos segundos de absorta expectación, pasaban a formar parte de una experiencia significativa e inolvidable de Rodrigo, ahora comprometido a responder, desconcertado, la pregunta que el abuelo le hacía con tono sarcástico.

–¿A quién de los dos calificarías de irracional, al perro o la oveja?
    
–Estoy perplejo abuelo, se han comportado civilizadamente, ¡como si tuvieran sentimientos!

–Sí, –respondió el abuelo brevemente– son casi humanos… casi humanos.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Animales (1)


La Autoescuela A. GONZÁLEZ

El profesor de la autoescuela apagó el puntero de rayo láser, y sentándose cómodamente, dio un giro al enfoque de la clase, haciendo una entrada en su experiencia personal como conductor de automóviles.

–Como consecuencia de los intermitentes e interminables viajes, a que la actividad profesional me ha obligado durante muchos años, no han sido una, ni dos, las ocasiones que la Guardia Civil de Tráfico me ha detenido. Excesos de velocidad, maniobras poco ortodoxas, adelantamiento de un vehículo invadiendo la raya continua, zig-zag producidos por altas tasas de alcohol, o ausencia de luces de cruce en el momento oportuno advertida por los agentes, han contado como causas justificadas. Excuso decirles que  me defendí con el arma de la palabra… pero hay algo más importante: la manipulación de la conciencia de la autoridad de turno, llevando a cabo un ritual de magia blanca, infalible, para mitigar su severidad.

La atención del auditorio correspondía a la franqueza con que el profesor exponía, y la sequedad  de su voz pareció impregnarse de tonos cálidos al entrar en el terreno de las vivencias directas, que iba a derivar en interesantes apuntes.

–Lo aprendí leyendo “El mono desnudo” de Desmond Morris, un trabajo concienzudo, estudioso de la conducta humana con rigor zoológico y perspectiva evolucionista, publicado en España el año 1969. El libro, en su día, bordeó límites de la censura  causando un impacto considerable, pues el criterio científico darviniano en aquellos tiempos, se tenía por réplica contestataria de primer orden, y la estima del hombre como animal, increíblemente, repugnaba a muchas conciencias. Del contenido de ese ya clásico libro de divulgación, que no ha perdido un ápice de interés por su espíritu trasgresor, ni la importancia para el conocimiento de nosotros mismos, apliqué algunos consejos: la práctica de tres reglas de oro, propias del instinto animal y efectos balsámicos, cuando el Agente de Tráfico nos obliga a detener el vehículo en los márgenes de la carretera.
–¿Tomamos nota? –preguntó el más cercano de los alumnos.
–No lo creo necesario, son sencillas de memorizar –respondió comenzando a realizar un ejercicio de papiroflexia con un folio–. Mirad, la primera es abandonar el automóvil: nuestra propiedad. Renunciar al asiento y salir del dominio territorial del vehículo, para acudir al dominio territorial del agente en pie y sobre el asfalto, es tanto como reconocer su autoridad, y nada extraño en la conducta del simio, quien somete su voluntad a la del macho dominante. Si el gesto va acompañado de un cierto relajamiento corporal como señal de modestia, mejoramos el recurso. La segunda regla exige pedir disculpas sin humillarse, ¡nada de proclamar la inocencia y sacar pecho! porque la defensa a ultranza de la inocencia pone en entredicho la observación del agente, y en duda su capacidad de juicio. Por tanto, muy peligroso, equivale a descalificarlo provocando la reacción contra el  infractor al que juzgará con dureza: “¡Valiente chulo… cree que la policía es tonta!” dirá entre dientes el guardia, si el conductor tuviera origen madrileño.

–Y la tercera, decirle que aligere en cumplir el trámite de la sanción, –le                    interrumpió ironizando un aspirante a sacarse el carné–  ¡menuda forma de protestar! 

–¡No! –continúo el profesor–. La tercera regla, profundizar en el lenguaje no verbal: rascarse la cabeza sin ostentación, como si fuera un acto inconsciente o espontáneo; hacerlo estimula sentimientos de compasión. Al chimpancé, por ejemplo, da magníficos resultados ante el tiránico jefe, pues se trata del gesto de sumisión o subordinación del vencido ante el vencedor. De ningún modo y en semejante situación, favorecería al mono, ni al hombre, la actitud contraria: comenzar a golpearse el pecho alternativamente con ambos puños cerrados, y gritar como Tarzán.

Los alumnos guardaban un silencio absoluto, y el discurso culto del profesor de teórica, parecía agradarles. Ni siquiera se levantó un rumor cuando apurando un vaso de agua, suspendiera la alocución, recuperando la palabra, una vez iniciara unos  pasos entre las mesas que dividían el aula en dos partes iguales.

–Consecuentemente, las apariencias engañan, el cálculo estudiado de los gestos, los hábitos, las formas y no el fondo, y cuantos trucos podamos prever, son causa suficiente para influir en el ánimo y los actos de los demás, con sorprendente eficacia. De lo que hacemos, a lo que decimos o pensamos, con frecuencia hay un abismo infranqueable, una distancia sideral, merced y con frecuencia, a sibilinas artimañas. Pero esta cuestión debemos relegarla, porque deslinda nuestros propósitos limitados, exclusivamente, a la consideración del método a seguir para reducir o anular la cuantía de las multas de tráfico.

 Comentarios de todo tipo se extendieron por la sala, rompiendo el silencio hasta entonces completo, y multiplicaron los grupúsculos en ameno debate de las medidas apuntadas por el profesor, quien con habilidad endiablada seguía dando forma al planeador, con el folio que tomara entre sus manos. De la credulidad al asombro, las caras de los oyentes reflejaron todos los niveles posibles de conformidad,  hasta que el profesor elevando la voz y recuperando la atención del auditorio, prosiguiera:

–¡Por favor, déjenme terminar!... En conclusión y a la hora de hacer balance, no miento si afirmo que me fue muy bien, evité sanciones muy fuertes, y en ocasiones recibí disculpas de la policía en un giro de ciento ochenta grados, triunfal para mí. No es otro el motivo por el que les llamo a reflexionar. Cometida una infracción, que es lo más usual cuando el Agente de Tráfico nos da el ¡alto!, disponemos de dos opciones razonables, si es que  adoptamos la vía del diálogo: comportarnos como primates e inteligentemente, y aplicar las tres reglas reduciendo cuanto menos un 50% la multa, o comportarnos como bípedos e implumes, exteriorizando orgullo e insolencia, clase social, méritos personales, o título universitario, para pagar, religiosamente, el 100%.

–¿Profesor, y a eso lo llama magia blanca? –alegó alguien sentado en las últimas filas del aula.

–En efecto lo llamo así, porque lo es. Cambiamos la actitud de una persona con habilidades mentales. Imagine usted que es viernes, y su jefe le anuncia una subida anual en el sueldo de treinta mil euros, a partir del próximo lunes. No quiero ni hablarle de la felicidad que experimentaría el fin de semana, ni la desilusión sufrida si el lunes supiera que le ha mentido. Suponga ahora lo contrario: el viernes, es informado por su médico de que morirá en el plazo de tres meses, al objeto único de gastarle una broma y amargarle los próximos días… la desesperación podría conducirle al suicidio. ¿Acaso cree que la magia consiste en hablar con los muertos, o levantar piedras con la mirada? Si lo supone así, se equivoca; ni telequinesia, ni percepción extrasensorial, ¡la magia radica en hacérselo creer!... ¡Es el verdadero poder de la psique!

El profesor subió de nuevo al estrado, y dirigiéndose a los alumnos para dar por acabada la clase, sujetando entre las manos el ingenio aéreo de papel, ya rematado, añadió:

–Hoy hemos dado una introducción al método blando de conducta ante la policía,  “a una mala ya veremos” –complementó dejando en el ambiente la expresión coloquial, que hacía evidente su origen aragonés–. Los próximos días nos concentraremos en las  técnicas para reducir al agente, o hipnotizarle y abandonarlo dormido en la carretera, antes de huir a marchas forzadas.

–¡Profesor!... –interrumpió un oyente–. ¿Me podría decir si aprenderemos algo para defendernos de los automovilistas? 

–Naturalmente que sí: les iniciaremos en el uso de daga y fusta, armas cortas de fuego, katana, artes marciales y defensa personal, manipulación de explosivos, bombas de racimo, técnicas de supervivencia, y… hasta rudimentos fundamentales sobre agentes bióticos agresivos. Saldrán ustedes de la Autoescuela ATILA GIMENEZ,         preparados para superar toda contingencia adversa, y recibirán un traje de camuflaje y chaleco antibalas. ¡Va incluido en el precio de la matrícula! Entrar en el asfalto es entrar en combate, lo fácil es conocer el código de la circulación, porque es de dominio público y está al alcance de un niño.  A la Autoescuela ATILA, –enfatizó– venimos para preparar la entrada en un mundo de adultos que compiten a cara de perro, un mundo en el que hay que vérselas con lo peorcito. Nos avalan los resultados, ninguno de nuestros alumnos ha perecido en la carretera, ni aún chocando contra un tren de mercancías… Muchas gracias…, la clase ha terminado.

Dirigiéndose a la puerta, el profesor lanzó el avión de papel hacia el interior del aula, y cerró tras de sí. Durante más de veinte minutos, el planeador comenzó a dar vueltas y más vueltas alrededor de la sala,  dibujando en el espacio figuras caprichosas e inverosímiles, y ascendió una y otra vez hasta el techo, o bajó hasta rozar las cabezas de los congregados, que le seguían con la mirada en su vuelo giratorio, oscilante e interminable. En el momento en que alguien abrió la puerta, el avión acertando a dar con el hueco, describió primero una pirueta de doble lazo, y en quebrados movimientos salió a la calle ascendiendo en rápida inclinación, perdiéndose en el horizonte y dejando atrás el pertinaz e insistente zumbido del vuelo de un moscardón.

Escépticos, creyentes, y dudantes, alumnos de la autoescuela, se preguntan todavía hoy, qué tipo de magia contemplaron.
 

viernes, 27 de enero de 2012

Destino y afán de superación

Este es un post en el que, a veces de matute, se manifiestan ideas que "el laboral" condescendiente y educado, no suele responder ni pronto ni tarde, aunque bien merecerían debatirse sin prejuicios. Hoy,
buscando la comprensión del  lector, -o su vena contestataria- y tal vez a contracorriente, quiero hacerle llegar una narración que discute los presupuestos del "libre albedrio", y que en mi libro, PÓRTATE COMO
UN HOMBRE, "Historia de los exitos y fracasos de un perdedor", ha sido recogida en otro contexto y con mayor amplitud.



Siéntese Valtierra, no se fatigue… ¿de manera que usted es músico? –preguntó  el doctor pasando, repetidamente, el bolígrafo de una a otra de sus manos. 


A la sugerencia autoritaria que el doctor Del Álamo hiciera a Indalecio Valtierra, respondió éste acomodándose en la silla tras acercarla a la mesa del facultativo, en tanto respondía con buenos modos agradeciendo la invitación.


–Gracias… sí, un apasionado de la música, aunque aficionado.


–Pero, naturalmente, le agradaría ser profesional –hurgó el doctor.


–¡Ya lo creo! Mientras, ando ahí, tocando la cornamusa en una banda.


–La cornamusa, dice… ¿acaso un instrumento medieval?


–No, doctor… más antiguo, ya lo tocaban los pastores romanos.


–¡Bien!... ¡Muy bien!... Por cierto, no se marche sin recoger el alta hospitalaria que podrá retirar en el departamento de atención al paciente, en esta misma planta, ¿de acuerdo?... A propósito Valtierra, está  casi completamente restablecido, sólo a falta de unos fármacos im-pres-cin-di-bles, –silabeó levantado la voz– que le recetaré enseguida.


–Sí doctor, además me siento bastante bien.


–Es lo que yo quería escuchar…, pero deseo hablar con usted por otra razón. Quiero hacerle conocer los resultados de unos análisis, obtenidos en el  laboratorio del centro, y que si bien no guardan relación alguna con la causa de su ingreso en la clínica, pueden serle de utilidad para conocerse a sí mismo.


–¿Conocerme a mí mismo? ¡Pues no sabe cómo se lo agradezco!


El doctor hizo un gesto de complacencia levantando la mano derecha, para llevarla casi inmediatamente al bolsillo del pantalón, y extrajo  una cajetilla de la que sacó un cigarro, que antes de encender, hizo intención de ofrecer al paciente. Rectificó, sin embargo enseguida, pidiéndole disculpas y recordándole que dada la dolencia que le aquejaba, tenía prohibido fumar por prescripción discrecional. Dicho lo cual continuó el discurso en el punto en que lo había suspendido.


–Padece usted una talasemia en grado por determinar. ¿Sabe de qué se trata?


–¡No! –contestó categórico Valtierra.


–Lo suponía. La mayoría de los seres humanos que sufren esa anomalía lo ignoran. Mas, no debe preocuparse, la talasemia no va a matarle, a veces y por mucho que moleste a los demás, prolonga la vida. Créame si le digo, amigo mío, que usted representa el mejor ejemplo práctico de una buena lección de filosofía: la antitesis de la libertad de la voluntad… ¿me entiende?


–¡Ni una palabra! No tengo estudios doctor, tendrá que ser más explícito.


El doctor Del Álamo  frotó los dedos de la mano derecha sobre su frente en un gesto mecánico inconsciente, haciendo tiempo para encontrar los términos más adecuados, y exponer al paciente una explicación coherente, simple, y  accesible a su nivel cultural.


–Aprecio su sinceridad, le honra. Vamos a ver si ahora me hago comprender… ¿trabaja usted mucho?


–No, –confesó Indalecio Valtierra– el trabajo y yo, no congeniamos.


–¡Ya!.. Le han reprochado con frecuencia su abstinencia a la hora de arrimar el hombro, ¿verdad?... digamos que usted flojea con frecuencia, –disparó a bocajarro el médico decidido a usar el lenguaje más comprensible para Indalecio– ha pasado siempre por ser…, un tipo remiso a tirar del carro…




–¿Doctor… y eso le consta porque lo manifiestan los análisis de laboratorio?


–¡Naturalmente! Como toda dolencia del espíritu tiene un fundamento en su naturaleza biológica. Y sabemos que representa una cruz, invisible a los demás, sobre los hombros de numerosos pobres, un drama oscurecido para la mayoría. La talasemia caracteriza a muchos vagabundos y limosneros, y aparece inscrito en el código genético.


–¿En el código... qué?


–El código de barras que determina la condición física y sicológica: el carné de identidad… ¿está claro?


–¿Y no hay modo de cambiarlo? –quiso saber Valtierra, algo afectado.


–Es inalienable e intransferible. Mire, asúmalo, es su destino, la medicina todavía no ofrece alternativas para cambiar lo que uno es. Agradezca a la suerte que la naturaleza le haya respetado dotándole cuanto menos de inteligencia común, imagine que además fuera idiota… o manco. Precisamente por ello, amigo Valtierra, le digo que es una lección viva de filosofía, ¿me comprende? No es responsable de su indolencia, pero el entorno le responsabiliza: ¡le cree culpable!


–Le comprendo doctor, pero fui educado en la certeza de que si pongo arrestos y tesón, seré lo que quiera… le aseguro que estoy en ello, y tengo un alto afán de superación, a mí no se me escapa una oportunidad allí donde aparece.


–¡Qué afán de superación ni que ocho cuartos, hombre! Vamos, vamos Valtierra, responda a la adultez y utilice la cabeza, la experiencia le ha dado innumerables conocimientos prácticos, y es usted mayorcito: ¡El parásito nace parásito, no se hace! Por semejantes razones genéticas unos hombres son apolíneos, otros adefesios, algunos enanos, barbilampiños, cabezones, unicejos, vanidosos, albinos, inteligentes, o zotes… de sexo masculino, femenino, o neutro, con o sin capacidad artística, o dotados para ejercer cualquier actividad deportiva… ¡Todo tiene una razón de ser, una causa necesaria! En conclusión, ¿de qué afán de superación me habla? Un cambio genético imperceptible habría hecho de usted otra persona, y una diferencia mínima apreciable habría dado lugar a una cabra, una mofeta, un oso hormiguero…


–Pues me enseñaron que alcanzar metas imposibles es cosa de proponérselo… doctor, no acabo de creerlo,  de ser como explica, el destino no está en mis manos.


–Más bien al contrario, ¡está usted en manos del destino!


–Es decir, no podría superarme a mí mismo –interrumpió Valtierra en inútil forcejeo verbal.


–¡Y tanto que no! ¡Me habla de un imposible! ¿A quién ha oído decir tamaña majadería? Veo que la educación le ha provisto de dosis masivas y desproporcionadas de esperanza estéril; en mi opinión le favorecería saber quien es, y adonde podría llegar, bajar de las nubes a la tierra para seguir la sentencia de Nietzsche: ¡Conviértete en lo que eres! ¿A usted, qué es músico, no le agradaría dirigir la Filarmónica de Berlín?


–¡Pues claro!


El doctor exhaló la última bocanada del tabaco negro que acostumbraba fumar, y apagó la colilla en el cenicero previsto a tal fin sobre la mesa; los dedos amarillentos  de la mano revelaban su condición de fumador empedernido, y su gesto denotaba la necesidad de poner fin a la conversación urgido por el tiempo.  Retomó el bolígrafo con que se aplicó a garabatear las recetas de los medicamentos necesarios al paciente, y levantándose de la silla hizo entrega de los papeles a Indalecio Valtierra, disponiéndose a ultimar el coloquio al tiempo que miraba su reloj de pulsera.


–Será posible si lo que quiere armoniza con lo que es, de lo contrario no se haga ilusiones, morirá tocando ese instrumento antiguo… ¿cuernamisa, dice que se llama?

–Cornamusa, doctor… cornamusa.


 Pero no se ofenda, tengo otro ejemplo que… suponga que el caballo idealizado por el asno representa los valores más preciados, y reconoce en el relincho la más alta expresión cuadrúpeda, ¿cambiará el asno de destino al intentar relinchar, o quedará como un simple y mal imitador?


–Doctor… ¿y si el animal acertara a relinchar?


–¿Dejaría por ello de ser un burro? –replicó el doctor.


–Me costará superar el desengaño; me infundieron la idea del libre albedrío en la condición humana, y puesto que la mente  no se ve a simple vista… es espiritual…, creí que  podría alterarla  voluntariamente… a capricho.


–Preste atención: despierte, y tómese dos comprimidos después de cada comida. La acción de la medicina será la causa decisiva de un buen efecto: su restablecimiento definitivo. No deje de hacerlo hasta consumir seis cajas completas, de otra manera… ¡malo!... le doy tres meses de vida… Valtierra, decida entre dos alternativas: tomarse los comprimidos, o tomarse los comprimidos, si fuera usted libre podría hacer algo distinto.


El doctor, acercó la silla a la mesa hasta hacer que el respaldo de la primera tocara el tablero superior, giró sobre sus talones, y se dirigió a la puerta del despacho precedido por el paciente. Todavía antes de cerrarla a sus espaldas, y con el pomo en la mano, tuvo para aquél unas palabras.


–Por cierto y a propósito, lo espiritual es muy romántico y poético; pensar que somos libres, muy humano y sentimental,  pero hay leyes que rigen y determinan todo lo que podemos ver, ¡todo! ¿Quién le ha dicho a usted que no existen leyes en todo lo que no vemos?


Valtierra no respondió a las palabras del doctor, que hicieron sobre su cabeza el efecto de la cuchilla de una guillotina en caída libre sobre la cuarta vértebra cervical, y abandonó la consulta  decidido a despertar.