domingo, 25 de octubre de 2015

EL PROYECTO DEL PAPA FRANCISCO



        Hoy el Papa Francisco tiene una larga e ingente tarea por hacer, trabajar en la rectificación de actitudes doctrinarias producto de un largo proceso de hibernación, y con el deseo deliberado de recuperar el liderazgo espiritual. Gigantesca faena la de restaurar el deterioro de veinte siglos, o la erosión que los vientos de la historia son capaces de producir en las rocas más sólidas. Para tomar conciencia de la gigantesca labor que el Obispo de Roma acomete, bástenos recordar las heridas  o pérdidas de la Iglesia mejor conocidas de todos, y producidas en las eras Moderna y Contemporánea. 


       En el siglo XVI, año de 1517, Martín Lutero clavaba las 95 tesis sobre la puerta de la  iglesia de Wittenberg, proponiendo una reforma, y poco después era descalificado despectivamente por el Papa León X como, “borracho alemán que anda provocando discusiones de frailes”. Pero con la rebelión del Martin Lutero, la Iglesia Católica perdió media Europa, aquella Europa que una vez desatada de Roma, acabaría dando a la civilización una nueva dimensión cultural y un desarrollo espectacular en todos los campos. La Europa protestante que ha extendido al mundo su conocimiento, ha dominado las ciencias, la tecnología, la economía y la política. Esa Europa que del lado de un borracho, aceptó tempranamente la revolución copernicana, el trabajo como un bien social indudable y no como  castigo de Dios, o el rechazó de la primacía y autoridad del papado como institución divina.

         En el siglo XVII, a manos de la ciencia, la naturaleza continuaba  perdiendo el carácter teológico y la Iglesia perdiendo a los científicos; la Tierra había dejado de ser el centro del sistema solar convirtiéndose en el centro de la razón capaz de comprenderse a si misma. Isaac Newton, o Leibniz, Kepler o Galileo, seguían los pasos de Copérnico, creyentes heterodoxos, sin embargo,  preocupados por el origen de la vida y la teología,  laboraban por la comprensión del mundo desde nuevas perspectivas. Y lo hacían proponiendo una visión heliocéntrica del universo, situando a la Tierra en el lugar secundario que le corresponde, y perfilando leyes que determinan el movimiento de lo que vemos  y lo que no vemos.

         En el XVIII,  Siglo de las Luces  decisivo para entender el pensamiento contemporáneo, la Iglesia perdió a  los filósofos. Sus nombres integran una legión formidable. Los pensadores de la Ilustración, combativos, justificaban la renuncia a las creencias, o participaban del  movimiento cultural a favor de una religión natural divorciada de toda verdad revelada, personalizado en nombres como Voltaire, Hume, Diderot, Rouseau, Kant… El movimiento disidente debía su origen al progreso de la burguesía o la revolución industrial en marcha, y de su mano la explotación sistemática de los recursos, los decisivos progresos tecnológicos  y el ascenso imparable de las rentas nacionales. Pero con todo, el siglo XVIII apenas  adelanta los avances por llegar y el debilitamiento del poder religioso. 

         El siglo XIX iba a producir la pérdida de los trabajadores reclutados por un nuevo movimiento político de masas, un producto natural de la industrialización y la irrupción de la gran esperanza del socialismo. Como consecuencia de la efervescencia social de la época, la Iglesia vendría a descubrir la existencia de la Clase Obrera  a la que más tarde quiso hacer un guiño de complicidad proclamando a última hora, en el año 1955,  el día 1º de mayo como fiesta de San José Obrero.

       No iba a ser el único revés sufrido en el siglo XIX. El evolucionismo de Darwin devolvió al Hombre su lugar en la naturaleza, y produjo un gigantesco agujero en la fábula bíblica. La idea simple, pero genial, de la Selección Natural,  revolucionó el estudio de la biología, y la evolución se postuló así como la historia de la vida  cautivando la atención de todos los intelectuales del mundo. Con independencia del escándalo de las conciencias más conservadoras, todavía  hoy latente e irresignable, la aprobación de  Darwin se verificaba a su muerte: ¡Cuando Inglaterra le rendía solemnes honores despidiéndole con Funerales de Estado! 

     En otro orden de cosas en el  mismo siglo, el arte participará de la reciente realidad sociológica, y los creadores de vanguardia, atraídos por el mundo laico de emociones atropelladas, a representar cuanto ven por si mismos. La inspiración mística aparece agotada o sin vigor, y la Iglesia pierde a los artistas. “El arte cristiano ha muerto”, proclaman  Flaubert, o Baudelaire, quienes sostenían que la temática religiosa había sido sustituida por generalizados
sentimientos espiritualistas. Y de la misma opinión iban a participar cristianos sinceros y de cultura liberal como Montalembert. Es en este siglo XIX cuando el mundo culto y burgués activa  sus actitudes anticlericales,  y Nietzsche apunta que, “hacer creer un dogma a un hombre superior, es tan difícil como calzar a un gigante los zapatos de un enano”. La propia España se significa por la disidencia de intelectuales y escritores, diablos a los que azotar dirá el dogmático, en tan extensa lista que huelga reproducir.

         En el siglo XX la igualdad entre sexos alcanza un nivel insospechado, y la moralina tradicional es un traje que se rompe por las costuras. Las mujeres se le van a la Iglesia de las manos en una orgía postmoderna inesperada. Juzgue el lector si se vengaban del trato discriminatorio y la acumulación de ofensas recibidas desde largo tiempo, que nosotros vamos a reducir a breves pinceladas. San Alberto, había sentado cátedra asegurando que: “La mujer no tiene ni idea de lo que es la fidelidad. ¡Créeme! Si depositas tu fe en ella te sentirás defraudado. ¡Cree a un maestro experimentado! Por eso los maridos inteligentes comparten lo menos posible con sus mujeres sus propios planes y acciones”. Insidias confirmadas en la oratoria de otras eminencias de sacristía, como  el pupilo de san Alberto, santo Tomás de Aquino, en la  tesis falócrata que asevera: “El varón tiene una virtud más perfecta que la mujer, a causa de la mente defectuosa de ésta que también es patente en  los niños y en los enfermos mentales”. Profundo análisis que condujo al santo a proteger a la mujer… ¡esclavizándola! Y haciendo de ella una propiedad privada del macho: “La mujer necesita del marido no solo para la procreación y educación de los hijos, sino también como propio amo y señor”.

         Y por último en el siglo XXI, e increíblemente, la Iglesia comenzó dando palos de ciego: perdiendo parte de un rebaño natural, los homosexuales necesitados de comprensión afectuosa, a quienes niega el legítimo matrimonio aceptado y protegido por la sociedad y las leyes.

         Gota a gota se horada la piedra y el mundo profano ha ganado un largo contencioso de siglos. Recuperar el entendimiento entre el mundo civil y el religioso, tras el inacabable periodo de pérdidas, parece el sueño  del papa Francisco cuando acercándose al gusto de los escépticos militantes hacía público un mensaje que resume una concepción humanista:       

      “No es  necesario creer en Dios para ser buena persona, en cierta forma la idea tradicional de Dios no está actualizada. Uno puede ser espiritual pero no religioso. No es necesario ir a la Iglesia y dar dinero. Para muchos la naturaleza puede ser una iglesia. Algunas de las mejores personas de la historia no creían en Dios, mientras que muchos de sus  peores actos se hicieron en su nombre”.

      De la verdad exclusiva y excluyente sostenida por Roma durante veinte siglos, pasa el nuevo pontífice, al que se atribuye infalibilidad, a poner en pié de igualdad el dogma y el ateísmo.

     ¡Bienvenido a la razón, el mundo laico se siente reconocido en su discurso!

domingo, 27 de septiembre de 2015

EL HOMBRE Y LA VIDA



        La vida es un escaparate de atractivos inacabables, un viaje de apasionantes aventuras para la conciencia, los sentidos y el sentimiento; la vida es una hoguera de emociones que sólo puede apagar un intenso sufrimiento, o la desesperación, y… el hombre un activista incansable de la ambición de vivir, su  militante incondicional. 



       El hombre es un ser cercado por las necesidades y ávido de bienestar, a quien la religión sedujo haciéndole creer en otra vida sin final después de la muerte: una existencia sin preocupaciones, sin desvelos, sin dolores, sin enfermedad ni responsabilidades ni trabajo, una existencia  sin nada que se oponga a la felicidad... ¡un imposible! Empero acostumbrado a desconfiar de  promesas que la observación no verifica, y ante la muerte de un ser querido, lejos de asumirla como un premio  es recibida con la indisimulada tristeza que no pueden ocultar las mentes más profundas, ni las más seguras por su ingenuidad o su fe.

        Es decir, muy a pesar de la creencia en la inmortalidad, la experiencia y la razón inclinan al creyente a celebrar la superación de la enfermedad con un victorioso corte de mangas, en  la convicción de que mientras hay vida hay esperanza. De la misma forma quienes tienen al bien por divisa, proclaman la salvación de vidas  como la más alta misión humana, y es entendido así  porque lo amado apasionadamente  es la vivencia de la realidad: ¡Esta vida… y no otra!  


        ¡Esta vida, cuyo sentido es aplazar su final, conservarse a si misma… vivirse!


        De aquella manera lo entendía un pueblo culto y seguidor del Dios verdadero, como el judío, que escribió el Antiguo Testamento donde no hay vestigio alguno de la esperanza de la inmortalidad, y en numerosos pasajes asegura la caducidad de nuestra existencia amartillando la idea de que, eres polvo y en polvo has de convertirte. Para entonces los judíos confiaban en ser gratificados por Dios, en pago a sus virtudes, con incontables años de vida. En los Salmos, se estiman en 70  los años que un hombre puede vivir, pero el lector sabe del mito de Matusalén premiado por Dios, y que envejeció hasta cumplir casi 1000. Tal ficción corona un rosario de esperanzas reveladoras de la condición soñadora del animal humano; desempólvese la Biblia, que para algo adquirimos encuadernada en piel y nunca leímos, abrámosla por las primeras páginas, capítulo V del Génesis. Y tomemos nota:


         Adán vivió nada menos que 930 años, ¡una barbaridad! Y la serie ininterrumpida de sus descendientes no desmerece en la comparación. Su hijo Set cumplió 912, su nieto Enós 905, su bisnieto Cainán 9l0, su tataranieto Malalael 895 y los sucesores de  la saga, a los que no sé como denominar, recibirían parecidas compensaciones: Jarec 962 años de vida y Enoc 375, pero le sucedieron el longevo Matusalén alcanzando los 969, Lamec el esotérico número de 777 y Noé, fin de la serie, al que debemos agradecer adelantarse al Diluvio Universal construyendo el Arca, y reprocharle que introdujera en él incluso pulgas de la peste y otros insectos venenosos, vivió 950 años.


         Pero a budistas, persas, egipcios, babilonios y otros pueblos pareció menor la gesta del mito judío o sus privilegios, y pensando que 1000 años no es nada, inventaron… ¡la inmortalidad! Y la concibieron, sin duda, para satisfacer los oídos de las gentes sedientas de quiméricos anhelos, y atemperar la crudeza de una realidad hostil e incontrovertible.


         En nuestro ámbito geográfico y cultural, la esperanza en la inmortalidad, cuya genealogía dejamos en manos de los eruditos, se extendió promovida  por la filosofía griega y las creencias religiosas, hasta el punto de acaparar todas las atenciones y convertirse en dogma de fe por obra y gracia de la Iglesia. Para entonces la vida llegó a creerse un valle de lágrimas, o un periodo exclusivo de prueba de nuestras bondades y preparación para la muerte. Los sufrimientos, la mortificación o la obediencia dieron en tomarse por  carísimos méritos que abrían las puertas del más allá, y países como España o Italia  hicieron de sus calles  itinerarios permanentes de pecadores arrepentidos, y flagelantes, que exhibían el dolor voluntario… o el éxtasis gozoso del sufrimiento.

      Entonces cundió el temor a pagar caros los pecados sin purgar, acongojando no tanto a los libertinos vividores y nobles acostumbrados a gozar hasta reventar, como a los hombres de bien, vulnerables y tímidos, plebeyos y humildes perdedores cuyos delicados escrúpulos morales son la soga que les ata a la noria. Se agudizó el miedo a la muerte presta a ajustar cuentas con los humanos y devorarlos, revestida de llameantes e infernales garras, y no de paz, y se exigió a las gentes fe y dedicación  basadas en el terror al castigo y no en la conciencia moral. 


          Entendido aquello, no ha de extrañarnos la convivencia de dos sentimientos que se apuñalan entre si, en un mismo individuo: 


El de la esperanza en el más allá, legada  por la educación,  la tradición, el medio ambiente y la familia,  depositada en la Conciencia, y que  puede cambiarse.

Y el depresivo temor a la muerte y la nada, tallado a fuego en el profundo e innato Subconsciente, que no puede cambiarse.


         A lo largo del proceso de laica culturización de los últimos siglos, este segundo sentimiento ha ido ganando terreno y reduciendo la confianza en la inmortalidad, apoyándose en la razón científica y en los procesos neurobiológicos que, desmienten la persistencia de la conciencia individual, o de la memoria y  las facultades intelectuales en un cuerpo sin tono vital. O lo que es igual, se imponen sabiduría y  experiencia profundizando en la negación de toda probabilidad de vida  allí donde faltan sentidos y sensaciones. 


           En otro orden de cosas, se ha puesto en cuestión el deseo de vivir más allá de lo razonable si la calidad de la vida, o la felicidad, son ausencias sentidas o se malvive, y tales premisas han favorecido incluso la actitud de los partidarios de la eutanasia, que celebran con arrogancia y sensatez la despedida de la vida, echando mano de la máxima castellana que dice: 


          ¡Ahí te quedas mundo amargo! 

          Pero la discusión sobre las hipótesis que hemos expuesto hasta aquí, se prolongaría interminablemente, sin que se alcanzaran acuerdos entre oponentes apoyados en la fe, o la razón y la experiencia. Me propongo, pues, terminar dejando a la consideración del lector, y amante del librepensamiento, cuatro perlas cultivadas que despertaron mi interés desde hace mucho tiempo, y de utilidad para la disputa:




          La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte, reconocía Xavier Bichat, pero Sólo la muerte es inmortal, dejó dicho con una originalidad innegable Lucrecio, nada menos que veinticinco siglos atrás. Bastaría una reflexión desapasionada para que nos alineáramos con ellos, y la conciencia de que  la vida es vehementemente codiciada por los hombres, no por otra cosa que por su extraordinaria brevedad.  Es el hambre lo que hace comer hasta reventar, y es la sed de vivir la que multiplica la esperanza ansiosa de prolongar lo que se acaba. Lo expresa mejor que nada la siguiente y escatológica afirmación popular, que lamenta la brevedad de la existencia y el degradante panorama de bajezas morales, que espanta o hiede al buen gusto:


         La vida es como el palo de un gallinero, corta y llena de mierda. 


         Y Ortega y Gasset, con la intención de templar afanes desproporcionados, reflexionaba sobre los excesos del enfebrecido deseo de vivir por vivir a cualquier precio. Hacía memoria de las servidumbres, y la monotonía a que nos sometemos. Y a sabiendas de que la vida es mitad placer, mitad rosario de penurias encadenadas, nos dejaba esta apreciable sentencia producto de la conciencia del sufrimiento: 


         La vida eterna sería insoportable.


lunes, 31 de agosto de 2015

SOBRENATURAL Y SOBREHUMANO

         Los dos últimos fenómenos sobrenaturales, de los que en un programa de televisión he tenido la oportunidad de recibir información, han sido: La bilocación o cualidad de una persona capaz de aparecer en dos lugares a la vez, y la fantasmogénesis o aparición de siluetas antropomorfas difuminadas que flotan y atraviesan las paredes.

     ¡Alucine el lector si es razonable!

     Adentrados en un mundo de conocimientos avanzados del siglo XXI, el misterio y los enigmas no parecen haber acabado y nos son familiares términos como lo paranormal, los conjuros o el mal de ojo, el espiritismo, la telequinesia, la levitación, las psicofonías,  la teleplastia, la estigmatización y hasta el hechizo y la  psicocirugía… sin contar con  disciplinas que se acercan a la ciencia infusa y proveen, al iniciado, de un caudal envidiable de conocimientos de la vida ajena como la quiromancia, la cartomancia, el tarotismo, o la astrología… por no hablar de la invocación al espíritu de los muertos y la güija.

      ¡Una feria bien servida de supersticiones y sandeces!

     Para un hombre que ve con los ojos de la cara y tiene los pies en la tierra, semejantes artes cercanas a la adivinación y la brujería, son propias de la Edad Media. Y en la medida en que una sociedad metaboliza estas miserias, su nivel cultural se arrastra en un magma idiota, en vez de andar. La civilización culta y racionalista de avances espectaculares, que ha llegado a la Luna y cura el cáncer, ha hecho de los medios de comunicación un arma mágica de información y relaciones sociales, y ofrece una esperanza de vida al nacer que duplica la de hace un siglo, no parece el lugar en que magias y maleficios pasen por sensatos.  

        Sin embargo no es extraño tropezar con personas de aparente solvencia cultural, dispuestas a contradecir nuestros presupuestos. Recuerdo haber trabajado en México durante algunos meses con un ingeniero en electrónica, que poco después de conocernos me aseguró que había tenido repetidas encuentros con Jesucristo y con el Diablo. Yo no daba crédito a mis oídos, la revelación me conmovió, las víctimas trastornadas por los fraudes paranormales no siempre son los más humildes. No obstante el hecho de encontrarse con un técnico místico no es raro ni extraordinario en un subcontinente, como América Latina, donde ensalmos cábalas y nigromancias reinan como alternativa a la realidad.

       Rechazo cuanto la experiencia y la razón me aconsejan, son el trabajo, el estudio y la investigación quienes cambian el mundo y lo hacen comprender, no el miedo y la ignorancia. Pero el peso de un pasado que se resiste a morir se impone a nuestros deseos, y los charlatanes cultivan el campo en que germinan  supercherías, oscurantismos, presagios y augurios. No tengo a mi alcance datos fiables de otras latitudes, y lo siento, pero un estudio realizado en los EE.UU, por el Instituto Gallup, en el año 2005, reveló que la mayoría de los estadounidenses cree en fabulaciones vividas a veces en primera persona… quien sabe si en sueños o como producto de la ingesta de sustancias que lo causan. Tales creencias las recoge  el sondeo que resumimos a continuación:

      Un 20% de los encuestados cree  en la reencarnación, el 21% en las brujas y la comunicación personal con los muertos. El 25% en la astrología, el 26% en la adivinación del futuro, el 31% en la telepatía y el 32% en fantasmas. El 37% de los encuestados cree que existen las casas embrujadas, y el 41% en la percepción extrasensorial. Más de un 70% de los estadounidenses da crédito a una o más quimeras irracionales, y sólo un minoritario 27%, escéptico,  discute oponiéndose y negando verosimilitud a cualquiera de estas supersticiones.


 

¡Qué país! Hace bueno el aforismo machadiano que asegura: “De cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. Y contra lo que la razón y la experiencia nos enseñan, cada día, apuesta por la existencia de entidades metafísicas, en no menor medida que por las fuerzas sobrehumanas y desde luego sobrenaturales. Pero a nosotros nos tienta pensar a la manera del viejo humanista Montaigne, al decir: Sólo conocemos lo sobrehumano en lo humano como expresión voluntariosa y vacía de sentido real. En consecuencia es razonable aseverar que:

Ninguna fuerza humana es sobrehumana.

Ninguna inteligencia humana es sobrehumana.

Ninguna sensibilidad humana es sobrehumana.

Ninguna voluntad y ninguna aptitud humana son sobrehumanas.

Ningún hombre, santo o pecador, inteligente o zafio, es ni será sobrehumano.



        ¡No! Ninguno es más alto que su propia estatura, ni pesa más de lo que dice la balanza, porque ello –apuntaría un tinerfeño castizo– es tanto como pretender tirarse un pedo más grande que el culo.

En cuanto a lo sobrenatural cabe decir que participa de igual desmesura que lo sobrehumano: ambos toman lo ancestral y atávico por verdadero, y lo deseable por  practicable. En ese sentido, pretender conciliar lo sobrenatural con lo real, es tan absurdo como asumir que uno más uno suman cinco. Tomás de Aquino, arrimando el ascua a su sardina, pensaba que toda creencia sobrenatural ajena al cristianismo es superstición de inspiración satánica. Pero el pensamiento moderno  de inspiración humanista y credenciales de racionalidad, asegura que en la naturaleza, o en nuestro planeta, en el sistema solar o en el cosmos: todo es natural, absolutamente natural, y nada existe que lo contradiga. Lo sobrenatural, al calor de un salón bien climatizado, viene bien a las noches en plena tempestad y cuando la intimidad familiar  pide crear ficciones ociosas que las hagan inolvidables.

domingo, 12 de julio de 2015

LOS ÚLTIMOS AUXILIOS

          Era domingo, anochecía y en las pantallas acústicas se oía la sonata Claro de Luna de Beethoven. Libres de obligaciones ambos hermanos,  concentraban la atención en la disputa de una reñida partida de ajedrez sobre el tablero que descansaba en la mesa del escritorio, campo de batalla incruento para dilucidar una vez más la primacía en el juego. Con las blancas, y aparente ventaja en material, jugaba el sacerdote de la parroquia, un hombre popular y despierto, exitoso, jovial, comunicativo, treintañero, muy querido por los vecinos, y participante activo en actos festivos y deportivos de la villa, junto a los mozos y como uno más.

         Frente a él, Rodrigo, su hermano mayor y concejal del ayuntamiento en la oposición, golpeaba su frente con la mano derecha lamentándose, movía un alfil en dirección ascendente hacia la izquierda, y capturaba un peón bromeando con el hecho de que las piezas que imitaban obras maestras del Renacimiento Italiano, le proporcionaban la misma satisfacción que comerse  un cardenal ataviado con todos los ornamentos del cargo. Acto seguido el sacerdote, que no pudo ocultar la sonrisa que traiciona una falsa humildad, anunció a su hermano:

          –¡Jaque mate en dos movimientos!

          Después salió del despacho dejando a Rodrigo aligerándose el cuello de la camisa y mesándose el cabello. Y tras recorrer el corto pasillo que conducía a la cocina,  abrió la puerta del frigorífico, extrajo la botella de un vino blanco con denominación de origen Xaló, tomó dos copas para retornar frente al tablero de ajedrez, y se dirigió a su hermano aleccionándole:

           –Rodrigo: pagas caro un error en la apertura que no puedo perdonarte. Me ha sido más fácil ganar esta partida que explicar a los feligreses de la parroquia,  convincentemente, el sentido de la vida.

           –Sí, me ha traicionado un impulso irreflexivo, me he precipitado –asintió Rodrigo recolocando las piezas con ánimo de tomarse la revancha– veremos en la próxima partida si…

–¿Y te dejas traicionar por tus impulsos, gozando de libre albedrío?

        –Bueno, ya sabes que no me cuento entre quienes creen en el libre albedrío… esas son cosas de la Iglesia… ¡cosa vuestra!


         –Vaya, eres determinista.    

         –Siempre te lo he dicho. Si no puedo controlar a voluntad mi tensión arterial, ni dotarme de la capacidad intelectual deseable, ni interrumpir el ritmo a que envejeceré inevitablemente, ni cambiar los instintos por la razón… Si ni siquiera he podido elegir al nacer, ser hombre, ser mujer, o ser un león africano; ser rubio y alto en vez de moreno y bajo; nacer en París o Nueva York en vez de en Albacete… la libertad es una ficción tan ilusa como la esperanza de reencarnarse en el Cid Campeador –contestó Rodrigo irónicamente.

          –No lo veo así, Rodrigo. No he elegido ninguno de tus presupuestos y soy libre.

          –Hermanito, yo diría que adaptado y sumiso a Roma, cosa muy distinta. Y te diré otra cosa: ni siquiera te conviene serlo y exponerte a sus riesgos, porque un ser libre podría hacer cualquier barbaridad y no lo que la gente espera de él… quiero decir que no tiene por qué someterse a las convenciones sociales ni  a sus costumbres; el ser libre es un ser imprevisible, no se debe a nada ni a nadie, como resultado de ello no depende de la dictadura de la moral de vía estrecha… y ya sabes que la ocasión la pintan tentadora y hace al ladrón.

          –No comparto tus valores materialistas… El libre albedrío y el amor, el amor y el libre albedrío son las bazas más valiosas a nuestro alcance –abundó el sacerdote exhibiendo una condescendiente sonrisa.

         –¡A mí me vas a hablar de amores! Enamorarse tampoco es una decisión libre, se enamora un instinto que te arrastra y tratará como un pelele, condicionará tu vida, y en ocasiones para hacerla imposible. El amor es una fiera que se niega a ser domesticada… un trastorno irracional.

         El sonido del teléfono interrumpió la oratoria del laico que guardó silencio, y escuchó al sacerdote responder con monosílabos intermitentes, afirmativos, y en tono contenido y visiblemente emocionado. Acabada la conversación colgó el aparato, y comunicó a Rodrigo la improrrogable necesidad de salir de inmediato para atender, en los últimos auxilios, a una mujer enferma a las puertas de la muerte. Atacado por un inusual estado de nervios, recogió una voluminosa bolsa preparada al efecto, y salió precipitadamente de la residencia seguido de Rodrigo, quien le preguntó si deseaba que le acompañara  obteniendo una respuesta negativa:

        –Gracias por el ofrecimiento. No necesito acólitos y debo de ir solo. No conviene provocar una innecesaria atención de la vecindad, a veces incluso no es más que  una falsa alarma.

        –¿Se trata acaso de alguna personalidad?

        –Sin duda, muy importante –asintió el sacerdote.

         –Por aquí hay familias nobles… ¿Pertenece a la nobleza? –insistió Rodrigo.

         –Así es,  pertenece a esa clase que tú denominas anacrónica y decadente.

         –Bueno, créeme yo también sé apreciar los valores individuales cuando los hay. 

         –¡Tú no sabes apreciar nada! –dijo, el sacerdote acelerando el paso para salir.

         Unos segundos después, al cruzar la acera, daba un traspiés  golpeando el bastón de un invidente que tanteaba con precaución rutinaria el terreno, y se excusaba insistentemente a sabiendas de que lo hacía frente al vendedor de lotería, el ciego del barrio, un hombre popular y cercano que reconoció al sacerdote por la voz.

         –No, no ha sido nada y nada tengo que perdonarle Padre Anselmo… andar por la calle a estas horas sólo se le ocurre a un ciego… la culpa es mía, deberían de prohibírmelo… –dijo con tono de indisimulado sarcasmo.

         –¡Por favor Damián! ¡Por favor!... Usted no es culpable de nada, de nada, amigo...

         –Entonces… –interrumpió el ciego acentuando el sentido cáustico– siendo como soy un ser inocente, ¿ya sabe quién es el culpable de que yo no vea nada, y el artífice de que usted lo vea todo?

         El sacerdote que recordaba las acostumbradas trampas dialécticas del ciego palmeó su hombro amistosamente, le aseguró que encontraría otro momento para discutir aquel asunto, y al tiempo que arrancaba la motocicleta  aparcada en la zona reservada de la vivienda,  partía como una exhalación sin más formalidades.


         Rodrigo asistió sin intervenir al cruce de palabras entre su hermano y  el ciego con quien mantenía una amistosa relación. A la partida del primero le saludó cortésmente, y felicitándole por su ingenio tras verlo pasar palpando con el bastón el estado del pavimento, se introdujo en su casa pensativo y arrepentido de la terquedad con que combatía los principios de su hermano, jurándose atemperar sus actitudes radicales en las próximas oportunidades.

         A la entrada de la mañana del día siguiente las campanas de la iglesia, monótonas, tañían con tono lúgubre emocionando las conciencias de la vecindad, y un crespón negro oscurecía la bandera a media asta en el balcón del ayuntamiento. El pueblo entero conmocionado, preparaba el funeral. La muerte de un ser humano es la muerte de una parte de cada uno de los seres humanos del entorno, y el fatal desenlace conmovía los cimientos y el corazón de los ciudadanos de la  comarca.

       Al anochecer cinco religiosos de la diócesis, incluido el deán del cabildo catedralicio y el obispo, concelebraban una misa de córpore insepulto, por la eternidad de su alma. Lo hacían con el fondo de un lastimoso réquiem entonado por el órgano a manos de un organista, traído a propósito desde la capital, acompañado de un espléndido coro de voces masculinas.         

          La iglesia revestida de solemnidad la abarrotaban gentes de toda condición social, y algunas de rara asistencia a todo acto litúrgico. Llegada la homilía, el obispo y oficiante principal de la misa, en un cálido y afectivo homenaje al cuerpo presente, hizo un canto al espíritu de sacrificio altruista; un elegíaco canto a la actitud pastoral del sacerdote que, en la madrugada de un día cualquiera del frío invierno, volviendo de cumplir con la sagrada administración de los últimos sacramentos a quien sufría, a bordo de una motocicleta impactaba brutalmente contra un vehículo agrícola parado en el arcén, y como consecuencia desangrándose sobre el asfalto de la carretera, fallecía.

          Plantado en el discreto extremo lateral de la nave de la iglesia, inmóvil, permanentemente en pie, abstraído y ausente, Roberto evocaba los últimos minutos que viera con vida a su hermano, grabados en la memoria como se graban las historias inconclusas, que por sus velados enigmas nos inquietan hasta encontrar una solución acertada.       
    
           Ante la insaciable curiosidad de los asistentes al ritual, en la primera fila de bancos y a la derecha del féretro que contenía los restos mortales del sacerdote, permanecía sentada la joven enferma a la que quiso auxiliar in extremis. Su presencia concitaba todas las miradas. Pálida, oculta tras de unas gafas negras, y afortunadamente  restablecida de la dolencia terminal, milagrosamente, a juzgar por el rumor insistente que corría por el pueblo, lloraba con un desconsuelo indescriptible e inenarrable; con la aflicción translucida en el atuendo de riguroso luto, que no rompía la delicadeza de sus naturales ademanes de clase.

        –Hermanos: No disponemos de la profundidad teológica y escolástica suficiente para escrutar los caminos de  Dios; los caminos de Dios son inescrutables, y la fragilidad de la existencia humana traiciona los deseos más sentidos… –oraba el obispo.

         Las palabras sonaban muy lejanas a Roberto, quien miraba fijamente a la joven rescatada de los brazos de la muerte con la inocencia del hermano mayor. Desprovista de las gafas que la ocultaron en los primeros momentos y realzada su delicada elegancia, el óvalo perfecto de su cara, sus facciones de expresiva y seductora sensualidad, sus pestañas infinitas, la belleza de unos ojos claros e inconmensurables que reflejaban ingénitas ansias sentimentales y evocaban nostalgias irreprimibles, le sugerían alternativas a la interpretación del drama, en tanto la imaginación se negaba a apartarse de su hermano, y se decía:

         –Los caminos de Dios son inescrutables… algunas veces… señor obispo.    
                                                                          
                                                                                                  MARIANO MARTÍN S.E